02.11.2021
A veces, me asalta la tristeza y me siento
abatido, cansado de no poder comunicarme, de sufrir al comer, de tropezar con
cualquier cosa y caerme.
Pero lucho, me esfuerzo en ser positivo y
pienso en la cantidad de personas que sufren por hambre, guerra o pérdida de
seres queridos. O sencillamente, enfermos de ELA que están mucho peor que yo.
Cuando comparo, lo mío se empequeñece y vuelvo
a recuperar el ánimo.
Seguramente, en algún momento, ya no podré
disfrutar de la comida, al administrarla directamente al estómago. Seguramente,
en algún momento, ya no podré emitir sonido alguno a través de mi boca.
Seguramente, en algún momento, ya no podré montar en bicicleta, porque las
caídas serán demasiado numerosas o con consecuencias graves.
Pero, mientras pueda subir a la bici, no renunciaré,
aunque me caiga. Cuando tengo tentaciones de abandonar este deporte, me vienen
imágenes demasiado gozosas a mi mente y decido seguir.
Porque, he realizado algunos cálculos y creo
no equivocarme al afirmar que, en 30 años de montar en bici, he superado los
100.000 kilómetros. Y muchas experiencias que he vivido, las atesoro en mi
memoria.
No puedo dejar la bici, cuando he cruzado
España en todos los sentidos: de Sevilla a Santiago de Compostela (Ruta de la
plata), de Burgos a Valencia (Ruta del Cid), de Pamplona a Santiago de
Compostela (Ruta francesa), de Barcelona a Francia, pasando encima del túnel
del Cadí (Ruta de los Cátaros), el Trasandalus (ruta que circunda toda Andalucía,
por senderos).
En Mallorca, he podido desayunar tocando el
mar y comer en su techo rocoso (Puig Mayor, 1436 metros). Una experiencia
agotadora, pero muy satisfactoria.
Con la bici de montaña, he estado en el centro
de una bandada de estorninos, esos minúsculos pájaros que se agrupan y surcan
el cielo, de forma tan espectacular (foto).
Fue una mañana en que iba sólo, por un sendero
flanqueado de matorral y bosque bajo, con el viento en la cara. Por ese motivo,
no advirtieron mi presencia, ni mucho menos, yo la suya. Cuando llegué a un
punto determinado, los asusté y sorprendí. Entonces miles y miles de
estorninos, surgieron de las matas donde se alimentaban y alzaron el vuelo, con
un ruido tal, que parecía el sonido de un largo trueno.
Allí me quedé mudo de asombro, inmóvil, con
las manos fuertemente sujetas a las manetas de freno.
Fueron escasos segundos, aunque pareció una
eternidad, y una experiencia única, irremplazable. Desde entonces, siento
especial fascinación por esos menudos pájaros y sus piruetas imposibles.
Cuando llega el otoño, desde la terraza de mi
casa, con vistas al campo más abierto y donde abunda el matorral, del cual se
alimentan, me deleito contemplando sus contorsiones.
Llegados a este punto, no os extrañará mi persistencia
y mi negativa a apearme de la bici. 😉
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